para Andrés N. Zazueta,
quien me regaló la dicha de volver a ser niño.
“y como tuvieron temor, y
bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive?” - Lucas 24:5
El
fragor de la multitud crecía a medida que el combate entre aquellos hombres
armados avanzaba, nubes de polvo se levantaban del suelo acompasadas de los
golpes de las armas de hierro. Sudor, sangre y cuerpos desmembrados sobre la
arena, expresiones terribles en los rostros de los combatientes completaban el
cuadro del cruel espectáculo que era presenciado por gobernantes, nobles y
gente común. La emoción causada por el rugido de las fieras azuzadas por sus
cuidadores no hacía distingos entre clases sociales en el cruel circo Romano.
El
espectáculo también es presenciado parcialmente por una sombría figura que posa
uno de sus brazos en los gruesos barrotes que lo privan de su libertad. Desde
el precario ángulo de visibilidad que le permite su ubicación, adivina el final
de cada uno de los luchadores y esclavos que alcanza a ver fugazmente.
De
pronto se escucha una voz al fondo de la celda.
-
¿Qué ocurre Manius? ¿Acaso tienes miedo?
Manius,
voltea hacia el sitio de donde proviene aquella voz, haciendo una breve pausa
responde:
-
No Atius, un hombre como yo no tiene miedo, sobre todo después de lo que
ha visto a lo largo de su vida. Es la desdicha que me provoca el ver morir
inútilmente a tantos hombres.
-
¿Un hombre como tú Manius? ¿Después de lo que has visto? No entiendo
noble amigo, ¿de qué hablas?
-
A lo largo de mi vida he presenciado eventos sobrenaturales que me han
cambiado noble amigo, milagros difíciles de creer si no son vistos, pero de los
cuales he sido testigo.
-
Ten la bondad de hablarnos más al respecto Manius, relátanos tus aventuras,
escucharemos con atención.
-
Bien. La historia que voy a relatar, aunque difícil de creer, ocurrió de
verdad. Presten atención, trataré de no omitir ningún detalle.
Los
hombres alrededor de la celda, se sientan en el frío y húmedo suelo con
profunda expectación mientras Manius inicia su relato.
Mi
nombre es Manius Sentius, durante muchos años al igual que varios de ustedes,
serví a las órdenes del Emperador como soldado. Participé en las más crueles
campañas del imperio, desde las gélidas tierras de los bárbaros al norte de la
Galia hasta las crueles sabanas del Níger y el Sudán, donde enfrenté a los
guerreros de la talla más alta que haya visto jamás, mismos que celebran cada
uno de sus triunfos bebiendo la sangre de sus oponentes. Enfrenté a temibles
hordas en los fríos mas inclementes del mundo, aplasté cráneos de guerreros en
la arena del desierto.
La
violencia y el combate fueron algo cotidiano para mí durante muchos años. Mi
padre, militar al igual que yo y centurión del imperio, me instruyó desde
temprana edad en el arte de la espada y el combate cuerpo a cuerpo. Todos
sabían que mi destino era la guerra y una muerte honrosa en el campo de batalla
por la gloria de Roma.
Hace
ya varios años, la legión a la que pertenecía fue enviada a la Palestina, una
de las provincias de Roma más despreciadas por el imperio, poblada por los
judíos, habitantes de costumbres extravagantes y que antaño constituyeron un
poderoso imperio del cual no quedaban mas que despojos. Poncio Pilatos regía en
esa provincia, una revuelta se estaba dando y era necesario restablecer el
orden. Los judíos celebraban en esos días una de sus fiestas tradicionales, la
Pascua, como ellos le llamaban. El pueblo había sido incitado por los líderes
religiosos judíos y ardían furiosos en contra de un enigmático personaje
llamado Jesús, procedente de la ciudad de Nazaret, a quien pedían crucificar.
No era la primera vez que sofocábamos una revuelta, si la ocasión se prestaba
para someter a esos judíos, estábamos listos para hacerlo.
El gobernador de la provincia, accedió a las demandas del pueblo en pro de la prudencia y evitando una sublevación del pueblo; les concedió su petición de colgarlo en el madero junto con dos criminales. Mas tarde supe que la culpabilidad de ese hombre jamás fue demostrada.
Vi
con mis propios ojos cómo este Jesús fue azotado cruelmente por otros soldados,
uno de los peores tormentos que yo conocía era el de los azotes, pues el látigo
penetraba la piel del criminal rasgando los músculos hasta dejar visibles porciones
de los huesos. El hombre fue golpeado, pateado y escupido. Mientras yo
contemplaba la escena de los golpes, no me conmovía, había visto en
innumerables ocasiones la manera en que eran castigados los enemigos del imperio, pero por alguna razón
este Jesús no me parecía una persona digna de ser atormentada de esa manera.
Fue
obligado a cargar con el madero donde sería crucificado varias calles hacia el
monte donde tendría lugar su muerte, mientras yo caminaba a cierta distancia de
él, empujando a la muchedumbre que se agolpaba en torno a la columna de
soldados, alcanzaba a verlo de reojo al voltear por breves episodios, perdiendo fuerza y dejando gruesas gotas de
sangre en el camino, cayendo al suelo varias veces. Alcancé a ver cómo
permitieron que otro judío cargara su cruz, ya que habían lacerado tanto este
hombre que su cuerpo estaba próximo a exhalar su último aliento. Al llegar a la
cima del monte lo desnudaron y pusieron sobre el madero, un grupo de soldados
destrozó sus manos y pies martillando con gruesos clavos sin siquiera mirarlo a
los ojos e izaron la cruz. Por si el sufrimiento fuera poco, un soldado puso
sobre su cabeza una corona de gruesas espinas que le desgarraron las sienes.
Durante mi vida presencié muchas veces este tipo de muertes, yo mismo colgué
criminales y prisioneros sentenciados, pero en esta ocasión algo en mi interior
oprimía mi ser y me hacía sentir un temor inexplicable.
El
martirio de este hombre duró varias horas, al termino de las cuales ocurrió
algo extraordinario: ¡el cielo se tornó negro, eclipsando por completo el sol!,
¡la tierra se estremeció fuertemente bajo mis pies! Fue el terremoto más fuerte
que haya sentido jamás. Durante algunos momentos el terror se apoderó de la
muchedumbre que asistió a ver la crucifixión. ¿Quién era este Jesús al que
acabábamos de matar?
La
multitud fue retirándose, el cuerpo exánime fue bajado de la cruz y puesto en
un sepulcro propiedad de un judío acomodado. Un centurión nos ordenó custodiar
el lugar, ya que existía el temor de que alguien robara el cuerpo de este
hombre a quien se le atribuían ciertos poderes sobrenaturales. Sellamos la
entrada de la tumba con una pesada piedra, fue necesaria la fuerza de ocho
soldados, entre ellos yo, para colocar la piedra en la entrada. La guardia
transcurrió sin novedad ese día y el siguiente.
Varias
horas antes del amanecer del tercer día, algunos de nosotros tirábamos suertes,
otros bebían y otros narraban historias de sus andanzas al calor del fuego. De
pronto, un intenso resplandor iluminó el cielo, un sonido como de trueno rasgó
las nubes y de lo alto, comenzó a descender un guerrero alado con piel tan
brillante como el sol. Una fuerza indescriptible nos tiró al suelo, dejando a
varios de nosotros inconscientes. El guerrero alado movió la piedra cual si se
tratase de un trozo de madera, dejando descubierta la entrada de la tumba, se
postró con una rodilla en el suelo y esperó. Yo me encontraba inmovilizado,
trataba de mover mis extremidades pero no respondían, era como si un ejército
nos hubiera derribado y pasado sus carros sobre nosotros. Del fondo de la
tumba, ¡apareció Jesús!, el mismo hombre a quien vi como clavaban una lanza en
el costado, del cual vertían agua y sangre después de haber muerto. El guerrero
alado se retiró, Jesús descubrió su rostro y pude ver en él una expresión que
yo había visto antes, la de alguien que ha estado en la batalla más cruel y ha
vencido a un formidable enemigo. Este Jesús a quien habían quebrantado ante mis
ojos, ¡había vencido a la muerte! Volvió hacia mí su rostro, y al posar sus
ojos en los míos, asintió. Mi cuerpo se estremeció fuertemente y no pude
dominar un temblor que se apoderó de mí
Jesús
desapareció. Lentamente salimos del profundo letargo en el que nos
encontrábamos. El centurión que acampaba con nosotros, desconcertado, puso su
espada en la garganta de uno de mis compañeros preguntando qué había sucedido y
cómo fue que permitimos que alguien robara el cuerpo. El soldado al no poder
responder fue degollado inmediatamente. Yo sabía lo que había sucedido, pero no
podía decirlo ya que correría a misma suerte que el soldado. Me matarían por no
haber impedido a lo que el centurión llamó el “hurto del cuerpo”. En un
descuido de los soldados, huí tan lejos como lo permitieron mis fuerzas. La deserción
del imperio es un crimen castigado con la muerte. Me despojé de mi armadura y
vestimenta, y me escondí durante varios días en diversos lugares, sabiendo que
tarde o temprano notarían mi ausencia y podrían incluso culparme de lo sucedido
esa madrugada.
A
partir de entonces, el sentido de mi vida cambió, y traté de buscar una
respuesta entre aquellos que eran de la misma raza de Jesús. Escuché varias
historias de boca de los habitantes de Galilea acerca de los milagros que Jesús
había realizado, supe que no fui el único romano testigo de los milagros de
Jesús, ya que un oficial recibió la sanidad de su siervo por una palabra de Él.
Siempre tratando de aprender más acerca de este hombre, conocí acerca de la
misión que se le había encomendado por un grupo de varones cuyo antiguo oficio
era la pesca, Jesús vino al mundo a dar salvación a los hombres, a mostrar el
camino a Dios por medio de una convivencia diaria. Por estos pescadores supe
que días después del milagro que presencié, Jesús ascendió al cielo. No había
algo más fácil de creer por mí después de haber presenciado la escena a la
puerta del sepulcro. Comprendí que Jesús vino a eliminar las barreras de odio
entre los hombres y enseñó el amor a los semejantes. Lamentablemente, quienes
creímos en Jesús empezamos a convertirnos en una amenaza para Roma: ahora
entendíamos que el único y soberano Señor, era Jesús, hijo de Dios y no el
emperador. Ayudé muchas veces a mis nuevos compañeros a escapar de las
persecuciones tanto del imperio como de los líderes judíos, no logro comprender
aún por qué siendo personas tan pacíficas eran atormentadas casi tan cruelmente
como Jesús. Varios de mis nuevos amigos fueron azotados, encarcelados,
torturados y muertos por lapidación. No siempre pude ayudarles a huir, yo mismo
siendo un renegado y un fugitivo del imperio, empecé a causar cada vez más
sospechas. Fuimos culpados del incendio de Roma. Finalmente, me tendieron una
trampa un grupo de ciudadanos del imperio que me convencieron de que querían
compartir la misma fe que yo tenía en Jesús. Fui apresado, y no faltó quien me
identificara como un proscrito.
Soy
un criminal para el imperio, y llevo varias semanas esperando sentencia, hasta
haber llegado hasta donde estoy en este día, entre ustedes, que estamos próximos
a sufrir el martirio.
Después
de una breve pausa, profundamente impresionado por el relato, rompiendo el
silencio que causa la conmoción del resto de los prisioneros, Atius responde:
-
El destino que te espera no es fácil Manius, pero siendo tan excelente
combatiente, no tendrás problema para enfrentar cualquier peligro.
-
No Atius, ¡mi batalla ha terminado! Jesús ya la ha peleado por mi, se
que cuando avance hacia la arena, sentiré el golpe del tridente o la zarpa de
la fiera quebrantando mi cuerpo; pero cuando abra nuevamente mis ojos, se que
aquel Jesús, mi Señor a quien vi surgir triunfante del sepulcro, me recibirá en
Su gloria y viviré con Él durante toda la eternidad.
Joaquín Zazueta C. Diciembre
2011